ESPERA Y CONFIANZA PLENA

Jesús es llevado al Templo. Su vida tiene un contexto social, una localización concreta. Está rodeado por una estructura política, económica que organiza la vida social de su tiempo. Es decir, la encarnación es una vida real, no un angelismo espiritual y descomprometido.

Se nos presenta una escena con varios personajes:

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba
(Lc 2,22-40).

Destaca Simeón, hombre justo y piadoso que esperaba al Señor y el Espíritu Santo estaba con él. Y también Ana, una mujer mayor que estaba en el Templo en constante oración y ayunos. Simeón y Ana tienen una respuesta de mucho gozo y alabanza ante la presencia de Jesús porque lo ven como salvación y consolación del pueblo.

Ese mismo Espíritu que había mantenido su esperanza les produce ahora también una gran alegría.

¿Qué nos recuerdan Simeón y Ana a nosotros? Una espera esperanzada en la llegada del Señor a nuestra vida y una confianza plena en el cumplimiento de su promesa.

(Sor Ernestina)

COMPARTIR

Deja tu comentario

Your email address will not be published. Required fields are marked *

Arriba